Texto base: Filipenses 2:3-11
Hermanos y hermanas en Cristo, es un honor poder compartir hoy con todos vosotros sobre un tema que es central en nuestra vida cristiana: la humildad. A menudo, este concepto se malinterpreta o se subestima en un mundo que valora el éxito personal, el reconocimiento y la autopromoción. Pero, como veremos, la humildad es una de las virtudes más apreciadas por Dios, y es esencial en nuestro caminar diario con Él.
¿Qué es la humildad?
La humildad no es simplemente pensar menos en uno mismo o tener una baja autoestima. Tampoco es negar nuestras habilidades o dones, ni fingir que no tenemos valor. C.S. Lewis lo expresó maravillosamente cuando dijo: “La verdadera humildad no es pensar menos de ti mismo, sino pensar menos en ti mismo”. Esto quiere decir que la humildad no es menospreciarnos, sino reconocer quiénes somos en relación con Dios y los demás.
En otras palabras, la humildad es un reconocimiento de que somos criaturas dependientes del Creador. Somos obra de sus manos, y todo lo que somos y tenemos proviene de Él. Por eso, no podemos caminar con orgullo, creyendo que somos autosuficientes. La humildad nos lleva a comprender nuestra pequeñez ante la grandeza de Dios y nuestra interdependencia con los demás.
La humildad en la vida de Cristo
El mayor ejemplo de humildad que tenemos es nuestro Señor Jesucristo. En Filipenses 2:5-8, leemos:
“Haya, pues, en vosotros este sentir que hubo también en Cristo Jesús, el cual, siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, sino que se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y, estando en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz.”
Aquí vemos el acto supremo de humildad. Jesús, siendo Dios, decidió despojarse de su gloria, de sus derechos divinos, para asumir la forma de un siervo. No solo eso, sino que se humilló al punto de morir en una cruz, una muerte humillante y dolorosa. Esto nos enseña que la humildad no es simplemente una actitud pasiva, sino que se demuestra en la acción. Cristo se humilló activamente, sirviendo a otros y sacrificándose por nosotros.
Este pasaje también nos muestra que la verdadera humildad implica obediencia. Jesús no solo se hizo hombre, sino que obedeció la voluntad del Padre hasta el punto de morir por nosotros. Así, la humildad está íntimamente ligada a la sumisión a la voluntad de Dios. No podemos ser humildes si no estamos dispuestos a decirle a Dios: “Hágase tu voluntad y no la mía”.
La humildad frente al orgullo
El mayor enemigo de la humildad es el orgullo. El orgullo nos lleva a buscar nuestra propia gloria, a pensar que somos autosuficientes, a creer que no necesitamos de Dios ni de los demás. Proverbios 16:18 nos advierte: “Antes del quebrantamiento es la soberbia, y antes de la caída la altivez de espíritu.”
El orgullo nos hace caer porque nos aleja de Dios. Nos lleva a depender de nosotros mismos en lugar de confiar en Él. El orgullo fue la causa de la caída de Satanás, quien quiso exaltarse por encima de Dios. Y desde entonces, el orgullo ha sido la raíz de muchos pecados en la humanidad. Por eso, Dios aborrece el orgullo, pero exalta al humilde. Santiago 4:6 nos dice: “Dios resiste a los soberbios, y da gracia a los humildes.”
Esto nos recuerda que si queremos recibir la gracia de Dios, debemos despojarnos de todo orgullo y caminar con un corazón humilde. Debemos reconocer que sin Él nada podemos hacer, y que toda buena dádiva y todo don perfecto desciende de lo alto (Santiago 1:17).
El llamado a la humildad en nuestras relaciones
La humildad no solo debe estar presente en nuestra relación con Dios, sino también en nuestra relación con los demás. Filipenses 2:3-4 nos exhorta:
“Nada hagáis por contienda o por vanagloria; antes bien con humildad, estimando cada uno a los demás como superiores a él mismo; no mirando cada uno por lo suyo propio, sino cada cual también por lo de los otros.”
Este es un llamado radical. La sociedad nos enseña a buscar nuestro propio bien, a enfocarnos en nuestros propios logros y en nuestra propia felicidad. Pero el Evangelio nos llama a hacer lo contrario: a considerar a los demás como superiores a nosotros mismos y a buscar su bienestar antes que el nuestro.
Esto no significa que debemos ignorar nuestras propias necesidades, pero sí implica que no debemos ser egoístas. La humildad nos lleva a poner los intereses de los demás por encima de los nuestros. Es un llamado al servicio, al sacrificio y al amor desinteresado.
La humildad y el perdón
Un aspecto crucial de la humildad es la capacidad de perdonar. A menudo, nuestro orgullo nos impide perdonar a quienes nos han ofendido. Nos decimos a nosotros mismos: “¿Cómo pudo hacerme eso? No se merece mi perdón”. Sin embargo, el perdón es una manifestación de humildad, porque implica reconocer que nosotros también hemos sido perdonados por Dios.
Jesús nos enseñó a orar en el Padre Nuestro: “Perdona nuestras deudas, como también nosotros perdonamos a nuestros deudores” (Mateo 6:12). Si Dios, quien es santo y perfecto, nos ha perdonado tantas veces, ¿quiénes somos nosotros para no perdonar a los demás?
El acto de perdonar requiere que dejemos de lado nuestro orgullo, que renunciemos a nuestro derecho de exigir justicia y que extendamos gracia, tal como Dios lo ha hecho con nosotros.
Bendiciones de la humildad
La humildad no solo es una virtud que agrada a Dios, sino que también trae bendiciones a nuestra vida. En Mateo 5:5, Jesús nos dice: “Bienaventurados los mansos, porque ellos recibirán la tierra por heredad.” Los mansos, o humildes, son aquellos que confían en Dios y no buscan su propia exaltación. Ellos recibirán la tierra como herencia, lo que significa que serán bendecidos y exaltados en el tiempo de Dios.
Además, Proverbios 22:4 nos recuerda: “Riquezas, honra y vida son la remuneración de la humildad y del temor de Jehová.” Aquellos que caminan en humildad y temor de Dios recibirán bendiciones espirituales y materiales. Esto no significa que debemos ser humildes para obtener estas cosas, sino que Dios recompensa a quienes confían plenamente en Él y se despojan de su orgullo.
Cómo cultivar la humildad
La humildad no es algo que simplemente surge de nosotros; es una virtud que debemos cultivar con la ayuda del Espíritu Santo. Aquí hay algunas formas prácticas de hacerlo:
- Oración: La oración nos ayuda a reconocer nuestra dependencia de Dios. Al acudir a Él diariamente, confesamos que sin su guía y su fuerza no podemos hacer nada.
- Leer la Palabra de Dios: La Biblia nos recuerda constantemente quiénes somos en relación con Dios. Nos muestra nuestra pecaminosidad y la gracia de Dios, lo que nos lleva a la humildad.
- Servicio a los demás: Servir a los demás sin esperar nada a cambio es una forma práctica de cultivar la humildad. Cuando ponemos las necesidades de los demás por encima de las nuestras, aprendemos a despojarnos de nuestro orgullo.
- Aceptar la corrección: A nadie le gusta ser corregido, pero aceptar la corrección con humildad nos ayuda a crecer y madurar espiritualmente.
- Agradecimiento: La gratitud nos recuerda que todo lo que tenemos proviene de Dios. Un corazón agradecido es un corazón humilde.
Conclusión
Hermanos y hermanas, la humildad es una virtud que debemos buscar con todo nuestro corazón. Jesús, nuestro mayor ejemplo, nos mostró el camino al despojarse de su gloria, tomando forma de siervo y entregándose por nosotros en la cruz. Sigamos su ejemplo, renunciando al orgullo, sirviendo a los demás, perdonando, y confiando en que Dios, en su tiempo, nos exaltará.
Que el Señor nos ayude a caminar en humildad cada día de nuestras vidas.