Introducción
Hermanos y hermanas, hoy quiero hablarles sobre una pregunta fundamental que todos nos hemos hecho en algún momento de nuestra vida: “¿Quién soy yo?”. Esta pregunta no solo es crucial en el ámbito de la psicología o la filosofía, sino que también tiene una importancia profunda en nuestra vida espiritual. Es una pregunta que nos lleva a reflexionar sobre nuestra identidad, propósito y valor. ¿Qué significa ser quien somos? ¿Cómo definimos nuestra identidad en un mundo que constantemente intenta moldearnos según sus propios estándares?
La Biblia nos ofrece una perspectiva rica y transformadora sobre nuestra identidad, una que no se basa en lo que hacemos o en cómo nos ven los demás, sino en lo que Dios dice de nosotros. Al explorar juntos esta pregunta, nos sumergiremos en la Palabra de Dios para descubrir quiénes somos realmente a los ojos de nuestro Creador.
La Búsqueda de la Identidad en el Mundo
Vivimos en un mundo que constantemente nos bombardea con diferentes ideas de lo que significa ser alguien. Desde una edad temprana, se nos enseña a buscar nuestra identidad en nuestras habilidades, en nuestras carreras, en nuestras relaciones, en nuestra apariencia o en nuestras posesiones. La sociedad nos dice que nuestro valor depende de cuánto dinero ganamos, de cuán exitosos somos en nuestro trabajo, o de cuántos “me gusta” obtenemos en las redes sociales.
Sin embargo, todas estas formas de definirnos son temporales y superficiales. No importa cuán exitosos seamos en términos mundanos, siempre habrá un vacío en nuestro corazón si buscamos nuestra identidad en cosas que son efímeras. Jesús nos advirtió sobre esto en Mateo 6:19-21: “No os hagáis tesoros en la tierra, donde la polilla y el orín corrompen, y donde ladrones minan y hurtan; sino hacéos tesoros en el cielo, donde ni la polilla ni el orín corrompen, y donde ladrones no minan ni hurtan. Porque donde esté vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón.”
La identidad que se basa en cosas terrenales está condenada a ser inestable y vulnerable. Hoy en día podemos tener éxito, pero mañana podríamos perderlo todo. Si nuestra identidad se basa en lo que poseemos o en lo que hacemos, ¿qué sucede cuando esas cosas desaparecen? Es crucial, por lo tanto, que busquemos una identidad que sea firme y duradera, una identidad que provenga de Dios.
Nuestra Verdadera Identidad: Hijos e Hijas de Dios
La Biblia nos enseña que nuestra verdadera identidad no está basada en nuestros logros ni en nuestras circunstancias, sino en nuestra relación con Dios. El apóstol Juan escribe en 1 Juan 3:1: “Mirad cuál amor nos ha dado el Padre, para que seamos llamados hijos de Dios; y eso somos.” Esta es la realidad más profunda de nuestra identidad: somos hijos e hijas de Dios.
El hecho de ser hijos de Dios significa que somos amados incondicionalmente. Nuestro valor no depende de lo que hagamos, sino de lo que somos en Cristo. En un mundo donde el amor a menudo se da con condiciones, el amor de Dios es constante y fiel. Este amor no cambia, incluso cuando fallamos o nos desviamos. Como hijos de Dios, nuestra identidad está segura porque está arraigada en el carácter inmutable de Dios.
Además, ser hijos de Dios significa que tenemos una herencia eterna. Pablo escribe en Romanos 8:16-17: “El Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu, de que somos hijos de Dios. Y si hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos con Cristo, si es que padecemos juntamente con él, para que juntamente con él seamos glorificados.” No somos solo hijos, sino herederos. Dios nos ha preparado un lugar en su reino y nos ha dado acceso a todas sus bendiciones espirituales en Cristo.
Transformados en la Imagen de Cristo
Al entender que somos hijos de Dios, también debemos comprender que nuestra identidad implica un proceso de transformación. No solo somos llamados hijos de Dios, sino que también estamos siendo conformados a la imagen de su Hijo, Jesucristo. Pablo escribe en Romanos 8:29: “Porque a los que antes conoció, también los predestinó para que fuesen hechos conformes a la imagen de su Hijo, para que él sea el primogénito entre muchos hermanos.”
Este proceso de transformación es lo que conocemos como santificación. Es un proceso continuo en el cual, a través del Espíritu Santo, Dios nos moldea para que seamos más como Cristo en nuestro carácter, nuestras actitudes y nuestras acciones. Es importante entender que nuestra identidad en Cristo no es solo un título, sino una realidad viva que se manifiesta en nuestra vida diaria.
La imagen de Cristo en nosotros es visible cuando amamos a los demás como Él nos ha amado, cuando servimos con humildad, cuando perdonamos a quienes nos han hecho daño y cuando vivimos con integridad y justicia. Cada día, a medida que nos acercamos más a Dios, Él nos transforma para reflejar más plenamente a Cristo en nuestras vidas.
Viviendo desde Nuestra Identidad en Cristo
Conociendo quiénes somos en Cristo, la pregunta que surge es: ¿Cómo vivimos de acuerdo con esa identidad? A menudo, el problema no es saber quiénes somos, sino cómo vivir en consonancia con esa verdad. La Biblia nos llama a vivir de manera digna de nuestra identidad como hijos de Dios.
En Efesios 4:1-3, Pablo nos exhorta: “Yo pues, preso en el Señor, os ruego que andéis como es digno de la vocación con que fuisteis llamados, con toda humildad y mansedumbre, soportándoos con paciencia los unos a los otros en amor, solícitos en guardar la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz.” Esto significa que nuestra identidad en Cristo debe influir en todas las áreas de nuestra vida.
En nuestras relaciones: Si somos hijos de Dios, debemos amar como Dios ama. Esto significa que debemos buscar la reconciliación, perdonar a quienes nos han ofendido y ser pacientes y compasivos con los demás. Jesús dijo en Juan 13:35: “En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tenéis amor los unos por los otros.”
En nuestras decisiones: Nuestra identidad en Cristo debe guiar nuestras elecciones. Como hijos de Dios, estamos llamados a vivir de acuerdo con los principios del Reino de Dios, lo que implica ser honestos, justos y misericordiosos. No debemos conformarnos a los valores de este mundo, sino ser transformados por la renovación de nuestra mente (Romanos 12:2).
En nuestra misión: Jesús nos ha dado una misión clara: hacer discípulos de todas las naciones (Mateo 28:19-20). Como hijos de Dios, somos embajadores de Cristo, llamados a compartir el evangelio y a ser luz en un mundo que necesita desesperadamente esperanza. Nuestra identidad en Cristo nos impulsa a vivir con un propósito mayor que nosotros mismos.
Superando las Mentiras del Enemigo
Es importante reconocer que, aunque sabemos quiénes somos en Cristo, el enemigo intentará engañarnos y hacernos dudar de nuestra identidad. Satanás es el “acusador de los hermanos” (Apocalipsis 12:10) y constantemente tratará de sembrar dudas en nuestra mente sobre nuestro valor, nuestra salvación y nuestra relación con Dios.
Para superar estas mentiras, debemos aferrarnos a la verdad de la Palabra de Dios. En Efesios 6:11-17, Pablo nos habla de la armadura de Dios, que incluye el “escudo de la fe” y la “espada del Espíritu, que es la palabra de Dios”. Al meditar en las Escrituras y recordarnos a nosotros mismos quiénes somos en Cristo, podemos resistir las mentiras del enemigo y permanecer firmes en nuestra identidad.
Además, es vital que cultivemos una relación cercana con Dios a través de la oración y la adoración. Cuando pasamos tiempo en la presencia de Dios, somos fortalecidos en nuestra fe y recordamos que somos amados y aceptados por Él. Nuestra identidad en Cristo se reafirma cuando vivimos en comunión con nuestro Padre celestial.
Conclusión
“¿Quién soy yo?” es una pregunta que todos debemos responder, pero la respuesta no se encuentra en lo que hacemos, en lo que poseemos o en cómo nos ven los demás. La respuesta se encuentra en Dios, quien nos creó y nos redimió. En Cristo, somos hijos e hijas de Dios, amados incondicionalmente, herederos de su Reino y llamados a vivir en santidad y propósito.
Al comprender y abrazar nuestra identidad en Cristo, podemos vivir con confianza y gozo, sabiendo que nuestro valor no depende de las circunstancias, sino de la inmutable verdad de que somos suyos. Que cada uno de nosotros busque conocer más a nuestro Creador y Redentor, y que vivamos de acuerdo con la gloriosa identidad que nos ha dado en Cristo Jesús. Amén.