Queridos hermanos y hermanas en Cristo, hoy nos reunimos para meditar sobre un tema central y crucial en la vida cristiana: el amor. Jesús mismo resumió la Ley y los Profetas en un mandamiento sencillo pero profundo: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Este es el primero y grande mandamiento. Y el segundo es semejante: Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Mateo 22:37-39). Reflexionemos juntos sobre el significado de este amor, su alcance y cómo podemos vivirlo en nuestras vidas diarias.
¿Qué es el amor cristiano?
El amor del que habla la Biblia no es solo un sentimiento pasajero, no es el tipo de amor que depende de nuestras circunstancias o emociones momentáneas. El amor bíblico es una decisión y una acción. En el Nuevo Testamento, el término griego para este tipo de amor es ágape, que describe un amor incondicional, sacrificial y que busca el bienestar del otro.
San Pablo nos da una descripción perfecta de este amor en 1 Corintios 13:4-7: “El amor es paciente, es bondadoso. El amor no tiene envidia, el amor no es jactancioso, no se envanece; no hace nada indebido, no busca lo suyo, no se irrita, no guarda rencor; no se goza de la injusticia, mas se goza de la verdad. Todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta.”
Aquí vemos que el amor ágape no se trata de lo que sentimos, sino de lo que hacemos. Es un amor que actúa con bondad y paciencia, que no guarda rencores ni busca su propio beneficio. Este es el tipo de amor que Dios tiene por nosotros y el que nos llama a mostrar a los demás.
El amor de Dios por la humanidad
Para entender el amor cristiano, primero debemos comprender el amor que Dios nos tiene. El amor de Dios es el fundamento de toda la vida cristiana. En 1 Juan 4:8, se nos dice que “Dios es amor”. Esto significa que el amor no es solo una de las muchas características de Dios, sino que es su esencia misma.
Este amor fue demostrado de manera más clara y radical a través del sacrificio de Jesús en la cruz. Juan 3:16 nos recuerda: “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna.” El sacrificio de Cristo es la manifestación más pura y elevada del amor ágape. No solo porque Jesús entregó su vida por nosotros, sino porque lo hizo sin que lo mereciéramos.
Este amor es inmerecido y gratuito. No podemos ganar el amor de Dios con nuestras acciones, ni podemos perderlo por nuestras fallas. Él nos ama tal como somos, pero también nos ama demasiado para dejarnos permanecer en nuestro pecado. Su amor nos transforma, nos purifica y nos da una nueva vida.
Amar a Dios sobre todas las cosas
El primer y más grande mandamiento es amar a Dios con todo nuestro ser: nuestro corazón, alma y mente. Pero, ¿qué significa esto en la práctica? Amar a Dios implica una entrega total, una rendición de nuestras vidas a su voluntad. No se trata solo de tener buenos sentimientos hacia Él, sino de obedecer sus mandamientos.
Jesús dijo en Juan 14:15: “Si me amáis, guardad mis mandamientos.” El amor a Dios se demuestra a través de nuestra obediencia. Cuando le damos prioridad en nuestras vidas, cuando buscamos su presencia y su voluntad antes que nuestros propios deseos, estamos amando a Dios.
Sin embargo, este amor no nace de la obligación o el temor. Nace de una relación personal con Él, de la gratitud por todo lo que ha hecho por nosotros. Cuanto más conocemos a Dios, más lo amamos. Por eso, es vital que busquemos a Dios en la oración, en la lectura de su Palabra y en la comunión con otros creyentes.
Amar al prójimo como a uno mismo
El segundo mandamiento, amar a nuestro prójimo, es una extensión natural del primero. No podemos decir que amamos a Dios si no amamos a las personas que Él creó. 1 Juan 4:20 lo expresa claramente: “Si alguno dice: Yo amo a Dios, y aborrece a su hermano, es mentiroso. Pues el que no ama a su hermano a quien ha visto, ¿cómo puede amar a Dios a quien no ha visto?”
El amor al prójimo no es opcional; es un mandato. Pero, ¿quién es nuestro prójimo? Jesús respondió a esta pregunta en la parábola del Buen Samaritano (Lucas 10:25-37), mostrándonos que nuestro prójimo no es solo nuestro familiar o amigo cercano, sino cualquier persona que se cruce en nuestro camino, especialmente aquellos que están en necesidad.
Amar al prójimo implica más que ser cortés o evitar el conflicto. Significa servir, perdonar y sacrificar por el bien de los demás. Significa ver a cada persona como alguien creado a imagen de Dios, digno de amor y respeto, sin importar su raza, religión, clase social o comportamiento hacia nosotros.
Amar incluso a los enemigos
El mandamiento de amar a nuestro prójimo incluye un desafío que va más allá de nuestras capacidades naturales: amar incluso a nuestros enemigos. En Mateo 5:44, Jesús dijo: “Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen, haced bien a los que os aborrecen, y orad por los que os ultrajan y os persiguen.”
Este es un amor radical, que va en contra de nuestras inclinaciones humanas. Sin embargo, Jesús no nos pide hacer nada que Él mismo no haya hecho primero. En la cruz, oró por los que lo crucificaron: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lucas 23:34). Si hemos experimentado el perdón y la gracia de Dios en nuestras vidas, debemos estar dispuestos a extender ese mismo amor y perdón a los demás, incluso a quienes nos han hecho daño.
El poder transformador del amor
El amor cristiano no solo tiene el poder de cambiar nuestras relaciones personales; tiene el poder de cambiar el mundo. Jesús dijo que el amor sería la señal distintiva de sus discípulos: “En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tuviereis amor los unos con los otros” (Juan 13:35).
Cuando los creyentes viven en amor, cuando actúan con compasión, misericordia y justicia, el mundo ve algo diferente. Ven una luz en medio de la oscuridad. Ven el reflejo de Cristo.
El amor es lo que une a la iglesia. En Colosenses 3:14, se nos dice: “Y sobre todas estas cosas vestíos de amor, que es el vínculo perfecto.” Cuando nos amamos unos a otros, la iglesia se convierte en una comunidad que refleja el Reino de Dios, un lugar donde las divisiones se superan, las heridas se sanan y las necesidades se satisfacen.
Conclusión
Hermanos y hermanas, el llamado a amar es un llamado a vivir de acuerdo con la naturaleza de Dios. El amor no es solo un mandamiento, es la esencia de la vida cristiana. No podemos hacerlo por nuestras propias fuerzas, pero gracias al Espíritu Santo, que ha sido derramado en nuestros corazones, tenemos la capacidad de amar como Cristo amó.
Pidamos al Señor que nos llene cada día de su amor, para que podamos amarle a Él con todo nuestro ser y amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos. Que nuestras vidas sean un testimonio del amor de Dios en este mundo necesitado.
Amén.